¿Para qué sirve el director de orquesta?

Imprescindible en el universo de la música sinfónica y escénica, la figura del director se fue afianzando como la de un intérprete que sabe conjugar la energía colectiva para un resultado óptimo. Pero… ¿sabías que no siempre fue así?

Si hay una autoridad indiscutida en el mundo de la música sinfónica, es la del director de orquesta. El prestigio de un larguísimo listado de nombres del pasado y el presente es inapelable, y a pesar de que los últimos 100 años han traído muchos cambios al respecto, la jerarquía de esta profesión no ha perdido su lugar de privilegio

Ante esta evidencia, se hace difícil pensar que esta profesión es mucho más “reciente” en términos históricos que, por ejemplo, la de director de coro. También requiere un esfuerzo mental imaginar que su rango de intérprete tuvo que ir abriéndose paso a lo largo del siglo XIX, y no sin dificultad.

Son muchas las razones que fueron conjugándose para que se hiciera necesaria la presencia de una figura independiente del conjunto, que no toca ningún instrumento y que se vale solamente de los gestos de sus brazos y sus manos (con o sin batuta), la expresión de su rostro y la inclinación de su cuerpo para marcar sus intenciones a los miembros de la orquesta.

Hasta fines del siglo XVIII aproximadamente, la conformación del conjunto instrumental que conocemos como orquesta (en sus diferentes combinaciones, disposiciones y cantidad de ejecutantes) había sido rítmicamente sostenida de varias maneras. Mientras por lo general era el compositor mismo quien lideraba desde su instrumento -generalmente el clave-, en el caso de que éste no estuviera presente la guía solía quedar en manos de un miembro de la orquesta, por ejemplo el ejecutante del primer violín (concertino) o de quien tocaba el teclado a cargo del continuo. 

La famosísima historia de la muerte de Jean-Baptiste Lully, como consecuencia de la gangrena que le provocó haberse clavado en el pie el bastón con el que marcaba el compás, ilustra que ésa era otra de las formas de señalar el ritmo. En el caso de la ópera y el ballet, la disposición de los músicos en el espacio de los teatros destinado a tal fin, sólo un poco por debajo del escenario y enfrentados entre sí (de tal manera que la mitad de ellos miraba cómodamente a los cantantes o bailarines) facilitaba la coordinación sin necesidad de un referente.

 

¿Traductor o traidor?

A medida que la música para orquesta (y la orquesta misma) tuvo un mayor desarrollo, se fue haciendo necesaria la presencia de una figura que coordinara los inicios, las pausas, los cierres y las variaciones de intensidad y de velocidad. Pero hubo otro factor: la conformación de un canon de obras de autores del pasado que se dio progresivamente en el siglo XIX hizo necesario que alguien asumiera las decisiones sobre la interpretación de esa música, dado que (a diferencia de lo que sucedía antes) los compositores no estaban presentes para esas definiciones.

Pero, así y todo, no se trataba del director tal como lo conocemos. Escribe Bruce Haynes: “Durante la mayor parte del siglo XIX, el director de orquesta limitaba su trabajo a tareas «implícitas» más que «explícitas», es decir, su tarea principal no era manejar la orquesta desde su «interpretación» personal y arbitraria como si fuese su instrumento (como la mayoría de los directores lo hacen hoy en día), sino coordinar y facilitar una ejecución aún dominada por lo que llamamos «estilo». En 1836 un escritor anónimo (probablemente Schumann) sugirió que un director debía marcar el compás únicamente al principio de un movimiento, o quizás también en los tempos muy lentos y cuando había un cambio de dinámica en medio de un movimiento. Según Brown, así es como solía dirigir Mendelssohn.

A lo largo del siglo XIX, la reiteración de este repertorio canónico, el surgimiento de escritos que ayudaron a dar jerarquía y puntos de referencia a este “nuevo” arte, la importancia de la crítica en la valoración de estas interpretaciones y también el surgimiento de más y mejores orquestas profesionales contribuyeron a dar más prestigio a los directores. Aunque muchos compositores destacados del Romanticismo fueron también directores, muchos otros cedieron a directores la potestad de estrenar o interpretar su música. Ya en las primeras décadas del siglo XX, nombres como los de Arturo Toscanini, Bruno Walter, Wilhelm Furtwängler o Leopold Stokowski (por nombrar solo a unos pocos) fueron considerados verdaderas autoridades respecto de las obras que abordaban, y raramente los músicos se atrevieron a cuestionar sus decisiones.

Fue surgiendo entonces una disyuntiva que todavía hoy es materia de discusión: ¿tiene el director de orquesta la última palabra sobre la forma de interpretar la partitura? Podemos coincidir en que habrá tantas interpretaciones como directores y orquestas, ya que el director depende del ensamble -instrumentistas e instrumentos, ese “dragón de 100 cabezas” como decía Bruno Walter– para concretar lo que está en su mente. Pasados los tiempos en los que algunos directores imponían (muchas veces con malos tratos) sus indicaciones, desde hace mucho se ha llegado a un consenso en el sentido de que el buen trato, la buena comunicación y el trabajo en conjunto entre director e instrumentista son imprescindibles para llegar a buen puerto. Como decía Riccardo Muti: la misión del director no es otra que la de «tomar las almas de los músicos; la música, los sentimientos. No las notas. Las notas son la expresión concreta de los sentimientos».

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